La
última película de Harmony Korine, Spring
Breakers (2013) ha desatado una incómoda e insoportable acogida por parte del
establishment cinematográfico y el público general. The Guardian Film Show Review la ha
definido como “un poco de pop y un poco
de basura” y a Korine como un director irritante, repetitivo y
descerebrado. Algo similar sucede con la página web Internet Movie Database
(IMDb) donde Spring Breakers alcanza
una escasa puntuación de 5.6/10.
Ciertamente
la imagen de Korine como alguien irritante, repetitivo y descerebrado nos hace
pensar en un cineasta carente de encanto y creatividad. Sin embargo, es en esos
calificativos donde a mi juicio se esconde también la particularidad en la
mirada que todo artista requiere, y que como describiré a continuación son
indispensables para comprender toda obra de arte.
El antropólogo visual Alfred
Gell, analizando el trabajo de Marcel Duchamp argumentaría que las obras
completas de un artista no son pura acumulación. En cada una de ellas está
siempre presente el sello del creador, un patrón que las distingue del resto y
que al mismo tiempo las vincula al conjunto de las obras, ya que es en el
artista donde existe una corriente de energía creativa que representa al todo
dinámico y estable desplegado en las obras particulares. Ya sea a través de una
técnica, una estética, un tema, un género o un lenguaje determinado, el cineasta no
queda ajeno a esta clasificación. Me parece pertinente pensar entonces en el
índice del artista –su filmografía- como el lugar donde se asoma con mayor
claridad lo que considero un requisito fundamental para esbozar una tipología
del arte, esto es la existencia de
una pregunta.
Las
películas de Korine -desde su participación como guionista en Kids (1995) hasta su más reciente
proyecto Spring Breakers- dan cuenta
de un director que pone la mirada en los márgenes de lo soportable. Unas más y
otras menos, sus películas incomodan, ya sea desde la guata o desde los
principios morales. Gummo (1997) por
ejemplo responde al primer extremo, una película gore que despliega secuencias
tan insoportables como la violación de una niña mentalmente discapacitada por
un oscuro y drogadicto adolescente. Mister
Lonely (2007) por otro lado se
acerca a un cine visualmente más amable, pero no por ello menos innovador en su
lenguaje. Los márgenes aquí siguen siendo indefinidos para lo que acostumbramos
ver en la industria cinematográfica. En Mister
Lonely recordarán a las monjas arrojándose desde un aeroplano en bicicleta,
sin protección alguna más que su propia fe, o las predicaciones del sacerdote
Werner Herzog ante un hombre que ha sido infiel. Y aunque la apuesta pueda
parecer desanclada al resto del relato, es en ese riesgo y método donde Korine logra dar
sustento y profundizar la belleza de lo que está filmando. La analogía
religiosa nunca deja de ser funcional para empatizar con el mundo interior de
Michael Jackson (Diego Luna). Así vemos que en el cine de Korine siempre está
la interrogante, la pregunta que madura. Los márgenes indefinidos de la forma y
el contenido subversivo de su cine son un indicador de lo que busca. Al menos,
eso siempre se encuentra en su filmografía.
La
existencia de una pregunta viene siempre acompañada de otra
característica capital en este ejercicio: la disposición a la experimentación. Experimentar es requisito para el
trabajo creativo, y en gran medida también, para la adaptación y transformación
del hombre con su contexto. En una reciente entrevista a propósito del oficio
del director, Korine diría que su mirada no pretende describir la realidad,
sino más bien crearla, manosearla y explorar en lo que ella nos entrega para
trabajarla desde su forma y contexto. A modo de ejemplo, en Spring Breakers el plot se construye como un collage –utiliza una cronología
desordenada que ayuda a mantener el suspenso-, una lógica lúdica y muy
estimulante visualmente que aparece con el dadaísmo. Es desde esa forma que
Korine filma el mundo del pop, con su estética y su música, consiguiendo
emocionar hasta aquellos que nos sentimos ajenos a dicha cultura. Tampoco hay
coincidencia con el casting: Faith (Selena Gomez) es un esperanzador enlace
para acercarnos al mundo cotidiano del pop.
Finalmente,
una tercera característica que debe atravesar el oficio del cineasta como
artista es la existencia de una creencia.
Por creencia entiendo aquí una convicción otorgada por la propia experiencia
que busca ser comunicada en la pantalla, la fuente desde donde florece toda
inquietud. Ciertamente este impulso es distintivo a la hora de diferenciar al
cineasta como artista del cineasta comercial o de grandes estudios. En palabras
de Tarkowski:
“El
artista comienza allí donde en su idea o en su propia película surge una
estructura propia e inconfundible, de las imágenes, un sistema de pensamiento
propio en relación con el mundo real, sistema que el director deja luego
expuesto al juicio del público, al que ha comunicado sus más profundos sueños.
Sólo si presenta su propia visión de las cosas, sólo si así se convierte en una
especie de filósofo, el director es realmente un artista y la cinematografía,
un arte”
La
apuesta de Korine no ha encontrado eco en las grandes salas comerciales,
tampoco el encanto de los críticos del circuito cinematográfico. No es el
primero y con toda certeza tampoco será el último. Basta mirar en la historia
para encontrar una y otra vez este galope a contrapelo en el que el arte se
abre camino. A Korine se lo cataloga de irritante, repetitivo y descerebrado, y
aunque sin pretenderlo, en esa crítica se ofrecen algunos lineamientos que he
buscado aclarar en este artículo: una mirada que se consolida en el tiempo, un
cine con sello propio que ofrece márgenes indefinidos de la forma y el
contenido de lo que narra. Sin duda, una contribución al campo cinematográfico.
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