01 marzo, 2011

Encuentros en el fin del mundo (2008) Un film de Werner Herzog




Hay una sociedad oculta al final del mundo. Cientos de hombres y mujeres viven juntos en la Antártida, arriesgando sus vidas y su salud en busca de avances científicos. Ahora, por primera vez, un extraño ha sido admitido. Werner Herzog, únicamente acompañado por una cámara, viaja a la Antártida en busca de los rastros de la naturaleza y la humanidad en estado puro.

En “La rosa púrpura del Cairo” (1985) Woody Allen nos relata la historia de Cecilia (Mia Farrow), una mesera a quien le gusta ir a su cine local para ver una y otra vez la película en la que aparece su actor favorito y ciertamente, su amor inalcanzable. Un día, mientras Cecilia observaba la función, el personaje se sale de la pantalla para tener un romance con ella.

Ambientada en los desoladores y pobres años de la Gran Depresión, Allen pone de manifiesto la capacidad cinematográfica de transportar a los espectadores a realidades que muchas veces superan la realidad misma. Allí el cine se transforma en un tiempo donde el espectador, queriendo entregarse por completo a la experiencia audiovisual, olvida sus problemas y suspende las funciones cívicas para quedar hipnotizado por el efecto que la pantalla -a veces- puede llegar a producir.

Un siglo después, el cine aún no ha perdido esa capacidad de transportarnos a los confines de lo posible. No al menos para mí luego de entrar a una sala oscura -con un imponente telón blanco y un sonido envolvente- y presenciar “Encuentros en el fin del mundo” (2008) de Werner Herzog. Aquí, al igual que Cecilia, disfrutaba el documental de un gran director y corría mis propias aventuras por suelo polar. Lamentablemente, nadie salió de la pantalla, aunque a ratos pensé que yo ya había entrado.
En sus películas Herzog se ha identificado siempre con estos personajes en apariencia descentrados, aquellos que se salen de las normas socialmente establecidas para buscarse a sí mismos aun a riesgo de grandes sufrimientos. En películas como “Grizzly Man” y “Fitzcarraldo” -por nombrar algunas-, Herzog coloca al hombre frente a una hazaña que desafía sus límites, y Encuentros en el fin del mundo no está ajena a la reflexión sobre nuestra forma de vida y la “verdad poética y extática que ésta puede alcanzar” (Conferencia de Herzog, 1999).  Desde el científico jefe de buzos que suele ponerle a su equipo cintas de ciencia ficción de los cincuenta, hasta el soldador convencido de descender de la realeza azteca o el experto en pingüinos que casi ha olvidado lo que es el contacto humano tras dos décadas investigándolos, todos ellos amplían la galería de sujetos que buscan, a través de retos aparentemente imposibles, hallar una grieta por la cual huir de una civilización enferma y encontrar la articulación de su propio yo. 

Esta búsqueda por un yo más auténtico Axel Honneth lo trabaja en su libro Cosificación (2005), a propósito del modo específico de reconocimiento que presupone el caso de la relación individual con uno mismo, la cual exige de nosotros comprender nuestros deseos y propósitos como condición sine qua non para articular nuestro propio yo. Por el contrario, la tendencia a la autocosificación, aparece “siempre que nosotros comenzamos a olvidar -de nuevo- esta autoafirmación que estaba en curso previamente, concibiendo las sensaciones psíquicas sólamente o bien como objetos a observar o bien como objetos a producir” (2005). Honneth busca las causas para la suspensión autocosificante en las prácticas sociales, es decir, en la civilización misma. Herzog, por el contrario, vuela hacia lo desconocido, hacia un vacío que parecía infinito para conocer a los que habitan en los confines del mundo, a los soñadores profesionales que viajan a tiempo completo y trabajan a media jornada (2008), de modo que las causas para la suspensión autocosificante parecieran acechar para él en aquella naturaleza salvaje y hostil -y al mismo tiempo originaria-, alejada de toda práctica institucionalizada que sólo estimulan a las personas a la simulación de determinados propósitos (Honneth, 2005). 

No es la primera vez que Herzog se introduzca allí donde el hombre aún es frágil y pequeño ante el medio natural circundante: selvas, desiertos y ahora la Antártida le han servido de entornos para reflexionar sobre el género humano. A modo de ejemplo, en su corto-documental La soufrière (1977), viaja hasta una isla abandonada por sus habitantes que huyen de una erupción inminente, y no conformándose con recorrer sus calles vacías, encuentra a un hombre que se niega a abandonar la isla y acepta el enfrentamiento con la naturaleza a sabiendas de su derrota. Todas las personas a las que sigue en sus documentales son tanto o más personajes de los que vemos en las películas de ciencia ficción, y ciertamente todos ellos, nihilistas activos, comparten un aire de superhombre nietzscheano:

Quien se cuida con exceso acaba por contraer una enfermedad de cuidado superfluo. ¡Bienaventurado sea lo que endurece! Yo no alabo el país en que abundan la leche y la miel. (Nietzsche, 2003)

Herzog es un argumento robusto para aquellos que creen en que la distinción entre el cine de ciencia ficción y de no ficción  no es algo tan evidente como pareciera. Muchas de las cosas que nos cuenta, en cierta forma, las “herzogisa”: personas-personajes e historias límites habitan la sensibilidad de su lente para retratar la pugna entre el hombre y la naturaleza que nos entrega con su dura voz y una cansina pronunciación del inglés. Así es como nos introduce a Encuentros en el fin del mundo para hablarnos de un otro dañado y hasta ahora desconocido por el hombre. Una Antártida como ser vivo que provoca cambios al resto del mundo, probablemente en respuesta a lo que el mundo le ha hecho a ella. Es el reconocimiento hacia aquel rostro que sufre bajo los pies de aquellos que habitan la Antártida y notan el llanto del iceberg como si gritara y se derritiera sobre el lecho marino, llanto del que todos nosotros somos culpables (2008). Pero no solo los glaciólogos apuntan con el dedo a nuestra civilización alterada, sino también un doctor en lingüística que pasa sus días en un invernadero hidropónico nos recuerda nuestra indiferencia hacia las miles de lenguas que tras segundo se van derritiendo como el hielo. 

Encuentros en el fin del mundo es ciertamente una acusación hacia nuestro estilo de vida y un evidente llamado a la reflexión. Y al mismo tiempo –y tal vez como recurso para despertar nuestra conciencia- es una alabanza hacia la inclemente y grandiosa naturaleza que Herzog retrata con tono épico al condimentar las imágenes con música clásica. 

Muchas de las escenas tienen algo de sagrado en sí mismas. Y al igual que los buceadores que antes de sumergirse parecían sacerdotes preparándose para una misa, Herzog terminó por entregarnos el sentido más profundo de lo existente en un lugar donde el ser humano se siente incapaz de imponer su mirada a una realidad que parece tender al infinito en todas direcciones. Su voz y la música manipulan las imágenes para guiar nuestra mirada hacia una toma de conciencia, pues Herzog sabe que vivimos rodeados de imágenes gastadas, carentes de fuerza y sentido. Por eso no pretende ofrecernos una verdad superficial, sino restituirnos la capacidad de asombro y de reconocer lo sublime de la naturaleza, la única vía para alcanzar esa verdad inmanente al mundo. 

Para mí, el cine de Herzog ha sido siempre un esfuerzo necesario para alcanzar esa verdad y reconocer en las minorías que luchan por sus creencias toda la sabiduría que ha sido contaminada por la vorágine moderna, cuestionando nuestro modo de vida desde lejos y quizá desde las raíces mismas de nuestros orígenes. Tal distancia le ha permitido narrar reiteradamente la indiferencia que usualmente adoptamos ante lo desconocido, pero esta vez en la Antártida lo desconocido puede terminar desconociendo nuestro propio sufrimiento y devolvernos con indiferencia todo el daño que acumuladamente le hemos causado.


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