18 julio, 2011

Des Hommes et des Dieux , un film de Xavier Beauvois (2010)

 
Las reflexiones que nos entrega la película de Xavier Beauvois “Des Hommes et des Dieux” son ciertamente un regalo al pensamiento y un llamado a la filosofía contemporánea para considerar en su semántica al fenómeno que ha sido probablemente el más manifiestamente representativo de la cultura del siglo XX: el cine. Es con tal pretensión que se busque en lo que sigue argumentar dicho vínculo para luego dar paso al análisis de la película en cuestión, replicando de este modo lo que Edgardo Gutiérrez desarrollara en su libro “Cine y percepción de lo real”.
Para Merleau-Ponty y la fenomenología en su conjunto, la filosofía racionalista presenta un rasgo de agotamiento al colocar la conciencia fuera del mundo y su intento deliberado por objetivar la realidad sensible. De ahí que para el francés la tarea de la filosofía contemporánea no consista ya en encadenar conceptos abstractos, sino en describir lo que está entre la conciencia y el mundo, construyendo un puente que, como digiera Heidegger, nos hace retornar a la cosa misma. Así, este fenómeno que armoniza a la razón con la realidad fenoménica se convierte para Merleau-Ponty en “cinematográfico por excelencia” y no es casual entonces que esta corriente filosófica se haya desarrollado precisamente en la era del cine.
Más concretamente, Merleau-Ponty hace notar que un film no es una mera suma de imágenes desplegadas deliberadamente en la pantalla. Por el contrario, el cineasta se enfrenta a un puzle de planos con los cuales va formando la obra, de tal modo que el sentido de una imagen se hace dependiente de aquellas que la preceden, y su sucesión crea una realidad sui generis que va más allá de la suma de las partes. Lo mismo se observa en relación al audio, sin el cual la experiencia audiovisual quedaría coja, pues los sonidos, al igual que las imágenes, comportan una organización interna que el creador inventa, dándole  vida al film como una coexistencia entre ambos planos sensoriales. De ahí que el montaje, el artífice del todo, cree el sentido del film, siendo el director el creador de su obra. En palabras de Tarkowski:

“El artista comienza allí donde en su idea o en su propia película surge una estructura propia e inconfundible, de las imágenes, un sistema de pensamiento propio en relación con el mundo real, sistema que el director deja luego expuesto al juicio del público, al que ha comunicado sus más profundos sueños. Sólo si presenta su propia visión de las cosas, sólo si así se convierte en una especie de filósofo, el director es realmente un artista y la cinematografía, un arte”.

Des Hommes et des Dieux pareciera contener distintos niveles interpretativos, donde lo que acontece en uno podría ser homologable a lo que sucede en otro. Tal isomorfismo será interpretado en cuanto a la estructura técnica del film -montaje- y su contenido simbólico -guión-.
En el primer cuarto de hora Beauvois nos introduce a la vida monástica de los 8 hermanos cistercienses que habitan en las montañas del Magreb, Argelia. El tiempo fílmico pareciera ser sobreabundante para describir y caracterizar el contexto monacal. La cámara va rescatando los valles argelinos, el trabajo directo con la naturaleza, la oración y el estrecho vínculo que mantienen con la comunidad musulmana, todo lo cual transcurre con el tenue sonido del ambiente y el profundo silencio de las imágenes. Se nos presenta, en consecuencia, un reflejo de la huida mística típicamente monacal, pero con la particular caritas cristiana al enfatizar el lazo que mantienen con el pueblo argelino.
Posteriormente, con la celebración de la circuncisión de Jamelovo -a la cual los monjes han sido invitados cordialmente- el director introduce lo que será luego un recurso constante en la película. Me refiero al radical contraste audiovisual en la secuencia de escenas que, en este caso particular opone  todo el silencio y el retiro monacal, con los cánticos y la multitud musulmana de la ciudad. Luego, Beauvois utiliza una secuencia de 3 escenas que radicalizará esta lógica de opuestos: una primera escena informativa, donde se comunica la muerte de una joven por la milicia, un segunda escena en el templo del monasterio con los monjes orando en profundo silencio por las víctimas, y una tercera escena que arranca con el sonido de una máquina excavadora y finaliza con el degollamiento del croata -filmado con una delirante cámara en hombro-.
“El mundo se ha vuelto loco” le decía un musulmán a Christophe. El contraste técnico ciertamente ha ingresado al plano simbólico. La violencia desatada por las milicias y el descontrol del ejército argelino por restablecer el orden han puesto en jaque la paz interior y el mundo encantado del monasterio. La problemática ética que de ello se desprende podría ser tematizada con algunos de los aportes de Max Weber.
El desencantamiento del mundo aparece con la figura de un ejército altamente burocratizado y su búsqueda por mantener el orden, intentando monopolizar el control de la violencia. Paralelamente, las milicias ilustran ese peligro inmerso cuando grupos fundamentalistas armados buscan ejercer la dirección de los asuntos públicos, pues en política dirá Weber, esa ética de la convicción resulta peligrosa cuando no va acompañada por una ética de la responsabilidad. De ahí la figura weberiana del “profeta armado” descrita y predicha por el sociólogo alemán en relación al nazismo y su líder Hitler, como aquel hombre público que no es capaz de prever las consecuencias que tienen los actos dictados por su pasión.
Contrariamente a la política, donde una ética de la responsabilidad se hace imperativa, en asuntos religiosos es la convicción la que propone los fines últimos y hace actuar a los sujetos acorde a ellos. Tal vocación monacal se contrasta fuertemente en el film con la actividad política intramundana que desatan la milicia y el ejército, siendo quizá ese contraste lo que haga de esta película un regalo al pensamiento. Un contraste que por lo demás se presenta audiovisualmente, cuando el helicóptero sobrevuela al monasterio, y con ello la violencia a la oración.
Hannah Arendt en “La vida del Espíritu” proporciona toda una semántica que quizá nos ayude a dar razones de cómo el retiro monacal y el mundo cotidiano de los sucesos no sean más que dos caras de la misma moneda. En tal libro, Arendt describe al pensamiento como una actividad mental propia del espíritu y que tiene por característica fundamental su invisibilidad, ya que no se manifiesta en el mundo de las apariencias. Es esa invisibilidad del pensamiento por ejemplo, la que muchas veces choca con el hacer propio de nuestra actividad mundana, pues todo pensamiento exige un detenerse y pensar, un tomar distancia de la acción.
Ciertamente los monjes tienen un estrecho vínculo con la comunidad argelina que los liga al mundo de los fenómenos, pero no por ello deja de ser una huida del mundo, un eterno retiro de las apariencias para situarse en un espacio gobernado por el pensamiento y la oración. ¿Cómo entonces, relacionar al pensamiento con el mundo objetual? ¿Puede acaso subsistir el pensar fuera del mundo?
Hegel ya se hacía la misma pregunta ¿Cómo dar cuenta de algo? Saliéndose de ello, observándolo, a tal punto que el pensamiento fuera capaz de hacer transparente el mundo a la conciencia. Arendt comienza de la misma premisa: el pensamiento no se conforma con la sensación sensorial del objeto, por lo que debe trascenderlo. El hombre en consecuencia reflexiona desde su solitud, como esa distancia que hace del yo estar en contacto con el yo mismo, a diferencia de la soledad en donde el hombre se encuentra solo, sin nadie, ni siquiera consigo mismo.  Diferenciar estos dos conceptos –solitud y soledad- surge fundamental para no caer en juicios equivocados al analizar el retiro monacal. La solitud monacal responde a la necesidad del conocimiento interior, alejados de los otros hombres sensorialmente, pero con ellos en el silencio de uno mismo, como respuesta al estímulo de vivir en el mundo con otros. No así la soledad, como ese estado mudo donde se pierde el dialogo con el otro y que Arendt lo vinculara a la condición de posibilidad del totalitarismo, reflejado en la figura del hombre masa.
La vida contemplativa monacal pareciera ser entonces una suerte de actividad superior, tal como lo creyeran los griegos. Los monjes son de cierto modo espectadores, pues tienen una comprensión total de lo que pasa en el acto, tal como lo manifiesta la etimología de la palabra, theōreō que significa “teoría” o “que contempla”.
Para mí la vocación monacal desplegada en Des Hommes et des Dieux es un testimonio del hombre hacia el hombre absoluto. La sensibilidad del lente atestigua en la exterioridad de la acción monacal al hombre interior mismo, haciéndonos pensar en los fundamentos más profundos de nuestra libertad.
Tal como las flores no huyen para encontrar los rayos del sol, los monjes han decidido quedarse para testificar nuestra condición humana: “El testimonio es el compromiso de un corazón, y cuando se muere por él, el testigo se llama martir” (Paul Ricoeur).


1 comentario:

  1. Me gustó tu artículo, sobre todo esta frase, que creo resume toda la idea para mi: "Los monjes son de cierto modo espectadores, pues tienen una comprensión total de lo que pasa en el acto". Tiene gracia lo que sucede, porque efectivamente saben lo que sucede y lo que viene. Mas allá de la idea del martirio, me llama fuertemente la atención el concepto de un espectador atento a la vida en general, acostumbrado a sentir y gustar las cosas, que sabe lo que pasa con sigo mismo y los demás. Capaz de poner una rigurosa calma a sus
    emociones y pensamientos, y una rigurosa alegría a sus relaciones con
    el mundo real. Lo más emocionante para mí, es que están aterrados, no deciden quedarse por heroísmo o arrojo, sino por una firme convicción
    de que una vida escapando no vale la pena. Es ciertamente un trago amargo, pero voluntario y muy humano, sin fanatismo ni pose. Tremendo tema
    para para la vida en general!

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